lunes, 29 de septiembre de 2008

Las Ruinas de la Luz


Errante sobre las colinas cespitosas, al oeste de las montañas rojas, Duemer montaba a Muso, el caballo que perteneció a su padre, y previo a él, a su abuelo y al padre de su abuelo, hasta perderse en el linaje familiar. Muso no parecía galopar, más bien flotaba en los suspiros de aire del verano. Ese caballo fue su herencia, desde los albores de su apellido fue legado de una generación a otra, y Duemer siempre quiso conocer la historia completa, la misteriosa crónica de cómo un caballo fosilizó su vida, manteniéndola perenne desde etapas pretéritas, donde las memorias lloraban de impotencia y clamaban auxilio. No existían documentos escritos, no había historias consistentes pasadas de boca en boca, los cabos sueltos nunca fueron sujetados y la leyenda familiar permanecía entumecida y se escurría entre sus dedos como arena volátil.
Los suspiros del aire mutaron en intimidantes vociferaciones, vientos soberanos que gobernaron impunes durante varios minutos, luego de los cuales abdicaron y dejaron su trono a un majestuoso vómito del cielo, cascadas impacientes que golpeaban furiosas cada superficie. Duemer hizo lo que siempre hacía en estos casos. Cruzó las riendas, se cubrió con una capa de cuero y dejó el camino a merced de Muso. El desenfado de la lluvia continuó durante los relictos del atardecer agonizante y en las primeras horas de la noche. Cada vez que asomaba la cabeza por fuera de la capa lograba ver lo mismo que el ciego, solo oscuridad y opresión, pero sumidos en los gritos de terror de cada gota de lluvia al morir contra el suelo o la capa.
En un momento, los golpes acuosos cesaron sobre ellos, pero continuaban oyéndose cerca. Duemer se quitó la capa de encima y, gracias a unas antorchas en las paredes, pudo adivinar que estaba en algún tipo de templo o iglesia en ruinas, ya que los muros estaban adornados con grabados de edad remota, con cruces y otros diseños eclesiásticos muy artísticos. Sacó el pié derecho del estribo y se bajó de Muso. No conocía el lugar, y pensó en lo lejos que estaría de su hogar. Pasó sus dedos por los bajorrelieves de los grabados y tuvo la sensación de ya conocerlos. Se oyeron unos pasos tímidos a su espalda, más adentro de ese templo en ruinas, a la vez que alguien dijo:
- Muso, viejo amigo – La voz provenía de un viejo de barba blanca y delgado, vestido con una pechera de metal entretejido y con una espada enorme en su mano izquierda, que casi la arrastraba. Se acercó al caballo y le acarició el cuello. Muso movió la cabeza, como cuando Duemer lo abrazaba. El viejo sonreía y siguió acariciando al caballo mientras descansaba la mano izquierda apoyando la punta de la espada en el suelo. Duemer había desenfundado su daga casi por reflejo, pero sabía que no iba a utilizarla.
- ¿Quién es usted? ¿Cómo conoce a mi caballo? - Inquirió Duemer, con un pequeño temblor en su voz.
-Hola Duemer, estaba esperando a alguien, desde hace ya mucho, pero parece que no había nacido nadie indicado – Dijo el viejo, envuelto en misterio. Como le había ocurrido con los grabados en las paredes, Duemer creyó conocerlo, tenía algo que le era muy familiar. El viejo prosiguió: - Conozco a Muso porque alguna vez fue mío, y mi nombre es el tuyo, soy la raíz del linaje que te trajo a la vida, y es por algo muy especial que tu estás aquí.
Duemer no dudó de lo que dijo el viejo, no tuvo capacidad de dudar. Sus palabras abrieron un vórtice por donde entraron recuerdos inmemoriales, escenas de vidas pasadas que regaron de veracidad todo lo que el viejo había pronunciado.
- ¿O sea, que vienes a ser como el abuelo del abuelo del abuelo de mi abuelo? - Dijo Duemer.
- Algo así, hijo, algo así - Musitó el viejo entre risas.
- ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué Muso me trajo ante ti? - Dijo Duemer, con un evidente flaqueo en su voz, claramente asombrado. El viejo giró su cabeza y observó al caballo, deslizando una mirada pensativa. Parecía buscar las palabras justas para decir lo que quería.
- Muso es casi tan viejo como yo, lo vi nacer y creció junto a mi, me llevó a cada rincón de esta tierra y nunca me dejó. Te preguntarás por qué ambos estamos vivos y que hago yo aquí. Voy a contarte toda la historia. En una noche de tormenta, Muso me trajo a este templo, donde habitaba un caballero, vestido con estas ropas que llevo y cargando ésta espada cruciforme, me recibió y me relató las cosas que guardaba este templo, qué fuerzas moraban en él y todos sus secretos. Ven aquí Duemer, sígueme, te voy a mostrar algo.
El viejo lo llevó a una cámara de eminentes techos y que se cubrían de negrura en su parte más elevada. En el centro de la gran sala, sobre un altar, brillaba una luz de gran fuerza y que emanaba calidez. El viejo no pronunció nada y dejó a Duemer que observe a esa estrella flotando por encima del altar. Él rompió en llanto y su pecho se llenó de algo que no comprendió del todo. Sintió que su alma estaba completa, llena de ese “algo”. En ese instante, supo que debía quedarse al lado de esa luz y no abandonarla. Se escuchó un sonido de algo que caía al suelo reinado por el polvo, y el tronar del metal con roca. Giró su cabeza y sus ojos acuosos y vio la ropa de caballero que portaba su antiguo pariente y la espada cruciforme brillando, huérfana, en la soledad del suelo. El viejo había desaparecido. Se puso la pechera de metal entretejido y tomó la espada. Desde allí pudo ver que Muso no estaba más, y supo que su misión, heredada por su linaje ancestral, era estar bajo la gracia de Dios, y ser el guardián de ese brillo sagrado que él, dentro de su alma, creía que se trataba de Dios mismo, representado en un astro que flotaba, regaba calidez y llenaba el alma con algo que no supo explicar. Y eso era lo único que poseía, lo demás era pasajero, incluso su inmortalidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me gusto, ta bueno che